lunes, 22 de agosto de 2011

Véase: amor, D. Grossman (2)

David Grossman, Véase: amor, pp. 162-163:


«(…) galopé con una furia loca sobre las olas más fuertes que pude atrapar en aquel momento desde Madagascar, donde estaba durmiendo en ese momento (solo una pequeña siesta, por lo general no me gusta dormir), por el camino más corto, hasta el cabo de Buena Esperanza, y allí abandoné las olas malgaches y tomé otras nuevas, más frescas, y continué bajo una terrible tormenta hasta el golfo de Guinea, y enfilé por Gibraltar, y eso fue sin duda un error, porque debería haberme dirigido a la izquierda hasta el estrecho siguiente, el de la Mancha, siempre me equivoco, y antes de darme cuenta de lo que había hecho y dar media vuelta, aquellas olas se desvanecieron, la pobres, y con dificultad logré arrastrarlas de vuelta al Atlántico, donde llegaron totalmente exhaustas, llorando y suplicando que no me enfureciera contra ellas, entonces continué sola hasta el golfo de Vizcaya, donde al fin encontré olas como a mí me gustan, olas de diecisiete metros, rugientes y llenas de espuma, sin una gota de olor a tierra, y recogí rápidamente una guirnalda de morenas largas, que agité encima de las olas gritando deprisa, deprisa, y las morenas se retorcían furiosamente en mis manos, chocaban la una con la otra con sus magníficas cabezas de serpiente, y en cada lugar por donde pasábamos, el agua se turbaba y vomitaba desde mis más negros abismos las criaturas más fantásticas»

sábado, 20 de agosto de 2011

Véase: amor, David Grossman



David Grossman, Véase: amor, pp. 128-129:

«Átomos de verdad indivisible. Verdad cristalina y última. Y Bruno la buscaba en todo: en la gente que encontraba, en los fragmentos de conversaciones que el viento le traía a sus oídos, en las coincidencias, en sí mismo; en cada libro que leía, intentaba buscar la frase única, la perla rara, que lleva al escritor a emprender un viaje de cientos de páginas. El mordisco de aquella verdad raramente lo había sentido en su carne. En la mayoría de los libros no se encontraban frases así. En los libros geniales a veces se encontraban dos o tres, que Bruno copiaba en su libreta. Tenía claro que así recogía, con esfuerzo y perseverancia, los fragmentos de una prueba intangible con los que alguna vez podría reconstruir el mosaico original. La verdad. Y cuando, más tarde, volvía a leer aquellas frases, no siempre sabía quién era su autor. A veces pensaba que una frase específica era de él, después se daba cuenta de que estaba equivocado. Eran parecidas todas. No hay en ello nada maravilloso, se decía: todas provienen de la misma fuente.»

sábado, 13 de agosto de 2011

El hombre en el castillo, Phillip K. Dick

Phillip K. Dick, El hombre en el castillo, Ed. Minotauro, pp. 233-234:


«El metal procede de la tierra, se dijo el señor Tagomi, de abajo, del reino interior, el más denso. El país de los gnomos y las cavernas, húmedo, siempre oscuro. El mundo yin, en su aspecto más melancólico. Un mundo de cadáveres, podredumbre y colapso. Un mundo de heces. Todo lo que ha muerto y vuelve atrás desintegrándose capa a capa. El mundo demoníaco de lo inmutable; el tiempo-que-fue.
Y sin embargo, a la luz del sol, el triángulo de plata resplandecía. Reflejaba la luz, el fuego, pensó el señor Tagomi. No era de ningún modo un objeto oscuro, húmedo, tampoco pesado, fatigado: palpitaba de vida. El reino elevado, el yang, el empíreo, lo etéreo, como correspondía a una obra de arte. Sí, ésa era la tarea del artista: tomar el mineral de la tierra silenciosa y oscura y transformarlo en una forma celeste, que reflejara la luz.
El triángulo traía vida a los muertos; los cadáveres se encendían animándose; el pasado había cedido ante el futuro.
¿Quién eres? Preguntó el señor Tagomi al triángulo de plata. ¿El oscuro yin muerto o el brillante yang vivo? El triángulo de plata le bailó en la palma, encegueciéndolo. Tagomi entornó los ojos y miró el movimiento de las llamas.
Cuerpo de yin, alma de yang, metal y fuego unidos, lo interior y lo exterior; el microcosmos en la palma de la mano.
¿Y de qué espacio se hablaba aquí? El ascenso vertical, al cielo. ¿De qué tiempo? El mundo luminoso de lo mutable. El espíritu del objeto era ahora visible: la luz. Y el señor Tagomi clavaba los ojos en la luz, no podía mirar a otro lado, hechizado por una brillante superficie magnética.
Háblame ahora, le dijo al triángulo, ahora que te has adueñado de mí. Quería oír la voz, esa voz que vendría de la enceguecedora luz blanca, semejante a la que esperamos ver sólo en la existencia de más allá de la vida, en el Bardo Thodol. Pero él no tendría que esperar a la muerte, a la descomposición del animus en busca de un nuevo útero. No se le presentaría ninguna deidad, ni terrorífica ni benéfica, ni vería tampoco las luces humosas, ni las parejas en coito. Lo evitaría todo, excepto esta luz. Estaba preparado para enfrentarla, sin temor, y nada le haría retroceder.
Sentía que los cálidos vientos del karma lo empujaban más y más, y sin embargo no se movía. El entrenamiento había sido correcto. No tenía que acobardarse ante la clara luz blanca. Si se acobardaba entraría de nuevo en el ciclo de nacimientos y muertes, y nunca conocería la libertad, nunca obtendría la liberación. El velo de Maya se extendería una vez más si…»

sábado, 23 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (9)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, pp. 396-397:
«Es una demanda ridícula la que formulan Inglaterra y América de que debes hablar de un modo que te comprendan. Ni los hombres ni los hongos crecen así. ¡Como si ello fuera importante y no hubiera ya suficientes que aparte de aquéllos, te comprendan! ¡Como si la naturaleza no pudiera permitirse más de un solo orden de inteligencia, no pudiera albergar aves amén de cuadrúpedos, seres voladores al igual que otros reptantes, como si ¡So! y ¡Arre!, que bien entiende el buey, fuera lo mejor del idioma! Como si la seguridad se encerrara solamente en la estupidez. Temo, sobre todo, que mi manera de expresarme no sea lo suficientemente extra-vagante, que no pueda proyectarse más allá de los límites angostos de mi experiencia cotidiana, con objeto de convenir con la verdad que me ha convencido. ¡Extra vagancia! depende de cómo te midan, de dónde te enchiqueren. El bisonte errante en busca de nuevos pastos en otras latitudes no es extravante como la vaca que cocea el cubo, salta el cercado y sale corriendo en pos de su ternero cuando va a ser ordeñada. Deseo habar en algún lugar sin límites.»

domingo, 17 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (8)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, pp. 246-247:

«Que no responda a quien no tienen sobre ella más derecho que por título que le otorgara un vecino o una legislatura de mentalidad semejante. A él, que tan sólo pensó en su valor monetario, y cuya presencia acaso haya sido maldita para todas las riberas; un hombre que esquilmó las tierras que la rodeaban, y que de buena gana hubiese hecho otro tanto con sus aguas; que lamentaba únicamente que no se tratara de una pradera de heno inglés o de arándanos -pues nada había en ella que la redimiera, pensaba- y que la hubiera drenado y vendido por el barro de su lecho. Las aguas no movían su molino, y él no consideraba que fuera privilegio alguno el poder contemplarla. No me merecen respeto sus trabajos ni su granja, en la que todo tiene un precio; llevaría el paisaje, y a su Dios incluso, al mercado, si pudiera obtener algo por ellos; que acude a la lonja por su dios, que no es sino eso; en cuya alquería nada crece librememente; cuyos campos no producen cosecha, ni flores los prados, ni frutos los árboles, sino dólares; que no aprecia la belleza de lo que recolecta, lo cual no ha madurado hasta que no ha sido transformado en dinero. Dadme la pobreza que goza de la verdadera fortuna. Los granjeros son para mí respetables e interesantes en la medida en que son pobres; ¡agricultores pobres! ¡Una granja modelo!, ¡donde la casa se eleva como un hongo en un montón de fiemo, con dependencias para los hombres, los caballos, los bueyes y los cerdos, limpias unas, llenas de mugre otras, todas en sucesión! ¡Abastecidas de hombres! ¡Una gran mancha de grasa que hiede a estiércol y a suero de manteca! ¡En magnífico estado de cultivo, abonado con corazones y cerebros humanos! ¡Como si uno fuera a cultivar sus patatas en el camposanto! Así es una granja modelo.»,

viernes, 15 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (7)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 423:

«Si la injusticia forma parte de la necesaria fricción de toda máquina de gobierno, que siga, que siga. Quizá llegue a suavizarse con el desgaste; la máquina, ciertamente, lo hará. Si la injusticia tiene una polea, un muelle o una palanca exclusivos, puede que quizá podáis considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de naturaleza tal, que requiere de vosotros como agentes de injusticia para otros, entonces os digo: Romped la ley. Que vuestra vida sea una contrafricción que detenga la máquina. Lo que hay que hacer, en todo caso, es no prestarse a servir al mismo mal que se condena.»

miércoles, 13 de julio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, H. Thoreau (6)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, pp. 441-442:

«La autoridad del gobierno, aun aquella a la que estoy dispuesto a someterme -pues obedeceré prestamente a aquellos que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en muchos casos, hasta a quienes ni saben ni pueden tanto- es, con todo, todavía impura: para que aquél pueda ser estrictamente justo habrá de contar con la aprobación y consenso de los gobernados. No puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad que el que yo le conceda. El progreso desde una monarquía absoluta a otra de carácter limitado es un avance hacia el verdadero respeto por el individuo. Incluso el filósofo chino fue lo suficiente sabio como para considerar al individuo base del Imperio. ¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y organización de los derechos del hombre? Nunca podrá haber un Estado realmente libre e iluminado hasta que no reconozca al individuo como poder superior independiente del que derivan el que a él le cabe y su autoridad, y, en consecuencia, le dé el tratamiento correspondiente. Me complazco imaginándome un Estado, al fin, que puede permitirse el ser justo con todos los hombres y acordar a cada individuo el respeto debido a un vecino; que incluso no consideraría improcedente a su propio reposo el que unos cuantos decidieran vivir marginados, sin interferir con él ni acogerse a él, pero cumpliendo con sus deberes de vecino y prójimo. Un Estado que produjese esta clase de fruto y acertase a desprenderse de él tan pronto como hubiese madurado prepararía el camino hacia otro más perfecto y glorioso, que también he soñado, pero del que no se ha visto aún traza alguna.»

domingo, 10 de julio de 2011

La rosa secreta y Leyendas de Hanrahan el Rojo, W.B. Yeats

W.B. Yeats, La rosa secreta y Leyendas de Hdanrahan el Rojo Ed. Valdemar, pp. 39-40, nota del traductor:

«Los Sidhe son genios o duendes en la literatura popular irlandesa. En relación con su concepción de lo histórico, en la literatura popular de Irlanda se mantiene constantemente cierta ambigüedad entre lo que ha sido humano y lo que pasa -después de haber recorrido la etapa heroica- a integrar el mundo perenne de los extraterrestres o genios y hadas. Así, si los ciclos épicos de la literatura clásica gaélica comienzan describiéndonos los diferentes pueblos anteriores a la implantación definitva de los que hablaban el gaélico (los cuales son designados, en tanto que raza, como los hijos de Mile), de forma inconsciente comprendemos que son esos mismos protopobladores de la isla, los Dedannan y los Femoré, los que después de vencidos integraron el pueblo de la oscuridad; identificar los Tuatha Dedannan y los Sidhe no parece demasiado complicado, ya que siempre se insiste en el carácter supra-humano de las hazañas de estos hombres, vencideos por los hijos de Mile en el segundo encuentro sangriento de Mag Tured. Pero de manera más sutil, en episodios épicos que se suponen ciertamente ocurridos en épocas plenamente históricas, como los héroes de la corte del rey Conchobar o los Aillil y Maeva del Connacht, después de haber sido los fundadores de estados, de haberse consolidado en el país irlandés, pasan, según la creencia popular, a integrar esta naturaleza diferente de la humana, la de los Sidhe.

En cierto modo, se constituyen así como capas sucesivas de generaciones que se funden en un ultramundo dotado luego de leyes uniformes, pero donde quizá los que lo componen, según su manera de integración, tienen en él jerarquías diferentes. Si Aengus, por ejemplo, era ya un Sidhe y casi un dios cuando viene al mundo a proteger en su huida a Darmuid y a Greinné, en una época en que estos últimos eran mortales, ¿cómo imaginar que en el ultramundo tengan los mismos poderes y funcionen en el mismo plano los seres del Sidhe que derivan de Darmuid y de Greinné?

Es interesante, sobre esta transposición de los hechos heroicos de una raza hacia un "illo tempore" de extensiones y características esencialmente ambiguas, leer las excelentes investigaciones que introducen los trabajos mounumentales de H.M. y Nora K. Chadwick, bajo el título revelador de The Heroic Age. »

sábado, 25 de junio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (5)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 416:

«Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el privilegio de rehusar adhesión al Gobierno y de resistírsele cuando su tiranía o su incapacidad son visibles e intolerables.»

viernes, 24 de junio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (4)




Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 413:


«¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera por un momento, o en el grado más mínimo, al legislador? ¿Por qué posee, pues, cada hombre una conciencia? Estimo que debiéramos ser hombres primero y súbditos luego. No es deseable cultivar por la ley un respeto igual al que se acuerda a lo justo. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento lo que considero propio. Se dice, verdad es, que toda corporación carece de conciencia; pero una corporación de hombres que sí la tienen es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos; y, en razón de su respeto por ellos, incluso los mejor dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia.»

jueves, 23 de junio de 2011

Walden y Del Deber de la desobediencia civil, Thoreau (3)

Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 119:


«No conozco hecho más estimulante que la incuestionable capacidad del hombre para elevar su vida por medio del esfuerzo consciente. Es algo, ciertamente, el poder pintar un cuadro particular, el esculpir una estatua o, en fin, el hacer bellos algunos objetos; sin embargo, es mucho más glorioso el esculpir o pintar la atmósfera misma, el medio a través del que miramos, lo cual es factible moralmente. Influir en la calidad del día, és es la más elevada de las artes. Todo hombre tiene la tarea de hacer su vida, hasta en los detalles, digna de la contemplación de su hora más elevada y crítica.»

sábado, 18 de junio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau (2)


Herny D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 77:
«El construir un tendido alrededor del mundo que sea asequible a la humanidad entera, equivale a nivelar toda la superficie del planeta. Los hombres abrigan la vaga idea de que si mantienen esta actividad conjunta de capitales y palas durante suficiente tiempo, todos terminarán por dirigirse a algún sitio, sin gasto apenas de tiempo y gratis; pero auqnue la multitud se apresura hacia la estación y el conductor grita "¡Al tren!", cuando se disipe la humareda y se haya condensado el vapor se verá que sólo unos pocos han embarcado y que la inmensa mayoría ha sido atropellada. Se hablará entonces de un "accidente de melancolía" y tal será. No hay duda de que quienes hayan ganado el importe de su billete viajarán al fin, es decir, si sobreviven el tiempo suficiente; pero para entonces habrán perdido probablemente su agilidad y aun el deseo de moverse»

viernes, 17 de junio de 2011

Walden y Del deber de la desobediencia civil, Thoreau


Henry D. Thoreau, Walden y Del deber de la desobediencia civil, Ed. Juventud, p. 32:
«La mayoría de lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida no sólo no son indispensables, sino obstáculo cierto para la elevación de la humanidad. En lo que se refiere a estos lujos y comodidades, la vida de los más sabios ha sido siempre más sencilla y sobria que la de los pobres. Los antiguos filósofos chinos, hindúes, persas y griegos fueron una clase de gente jamás igualada en pobreza externa y riqueza interna. No es muhco lo que sabemos de ellos, pero es notable que sepamos tanto. Igual reza para con los más modernos reformadores y bienhechores de la raza. Nadie puede ser observador imparcial y certero de la raza humana, a menos que se encuentre en la ventajosa posición de lo que deberíamos llamar pobreza voluntaria. El fruto de una vida de lujo no es otro que éste, ya sea en la agricultura, en el comercio, en la literatura o en el arte. Hoy hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Y sin embargo, es admirable enseñarla porque un tiempo no lo fue menos vivirla. Ser un filósofo no consiste meramente en tener pensamientos sutiles, ni siquiera en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría hasta el punto de vivir conforme a sus dictados una vida sencilla, independiente, magnánima y confiada. Estriba en resolver algunos de los problemas de la vida, no sólo desde el punto de vista teórico sino también práctico.»

lunes, 13 de junio de 2011

El hombre de la arena y otras historias siniestras, E.T.A. Hoffamann

El hombre de la arena y otras historias siniestras, E.T.A. Hoffmann, Ed. Valdemar, pp. 125-128:
«(...) Cuando se aspira a alcanr lo más alto, no la sensualidad de la carne, como Tiziano, no, sino lo más alto de la divina Naturaleza, el fuego de Prometeo en los hombres... ¡Señor, Señor!... se encuentra uno al borde del precipicio, sobre un finísimo cable... ¡El abismo se abre a sus pies!... Sobre él planea el audaz argonauta, mas un engaño diabólico lo atrae al fondo... Allí ve lo que él quiso contemplar arriba, más allá de las estrellas. (...)
¡Qué cosa tan extraordinaria es la norma!... Todas las líneas se unen para alcanzar un propósito determinado, para producir un efecto que ha sido previsto con claridad. Sólo lo mensurable es puramente humano; lo que sobrepasa la medida trae desgracia, mal. Lo sobrehumano es cosa de Dios o del diablo; ¿acaso el hombre no debe superar a ambos en las matemáticas? ¿Acaso no es de agradecer que Dios nos haya creado expresamente para que nos ocupemos de lo que fue creado bajo normas y reglas, es decir, de lo puramente conmensurable (...)?
¡El ideal es un sueño estúpido y engañoso producido por el hervor de la sangre! ¡Fuera los botes de ahí, joven!... Voy a bajar. El diablo se divierte voviéndonos lcoos con marionetas a las que pone alas de ángel.
Sería imposible repeitr literalmente todo lo que dijo Berthold mientras pintaba y me trataba como si hubiera sido su ayudante. Continuó hablando en el mismo tono, mofándose con gran amargura de los límites de toda empresa humana. ¡Ah! El pintor parecía estar indagando en las profunidades de un espíritu herido de muerte cuyo lamento sólo pudiera expresarse con la más cortante de las ironías. Comenzaba a amanecer, el brillo de la antorcha languideció ante los nacientes rayos del sol. Berthold continuó pintando con energía y aplicación, aunque cada vez se sumía más y más en un profundo silencio, y tan sólo algunos sonidos aislados, y al final sólo algunos suspiros, se escapaban de vez en cuando de su pecho angustiado. »

domingo, 24 de abril de 2011

El arte de la memoria, Frances Yates

Frances Yates, El arte de la memoria, Ed. Taurus, p. 424:
«Y es en este punto donde surge la cuestión que siempre nos ha eludido al estudiar los Sellos Brunianos de la memoria. ¿Eran estos fantásticos sistemas ocultistas de la memoria hechos deliberadamente impracticables e inescrutables a fin de velar un secreto? ¿Era el Fluddiano sistema de los veinticuatro teatros de la memoria zodiacales el elaborado estuche ingeniado deliberadamente para que encubriese su alusión al teatro del Globo ante todos salvo ante los iniciados, entre los que debemos suponer que se encontraba Jaime I?«»
Frances Yates, El arte de la memoria, Ed. Taurus, p. 426:

«El interrogante para el que no puedo dar una respuesta clara y satisfactoria es: ¿Qué fue la memoria ocultista? ¿Es que el cambio que va de la formación de similitudes corporales del mundo inteligible al esfuerzo por aprehender el mundo inteligible a través de tremendos ejercicios imaginativos cuales aquéllos a los que Giordano Bruno consagró su vida, estimulaba realmente la psique humana elevándola a una esfera de logros creadores e imaginativos más amplia de lo que nunca antes había sido? ¿Fue éste el secreto del Renacimiento, y expresa la memoria ocultista este secreto?»

sábado, 2 de abril de 2011

Atrapa el pez dorado, David Lynch (2)


David Lynch, Atrapa el pez dorado. Meditación, conciencia y creatividad, ed. Mondadori, p. 107:

«Me han preguntado por qué, si la meditación es tan estupenda y proporciona semejante felicidad, mis películas son tan oscuras e incluyen tanta violencia.

»Hay muchísimas cosas oscuras en este mundo y la mayoría de las películas reflejan el mundo en el que viven. Son historias. Las historias siempre incluirán un conflicto. Tendrán subidas y bajadas, incorporarán el bien y el mal (...) Ahora bien, si dijera que estoy iluminado y que estoy haciendo cine iluminado, sería muy diferente»

viernes, 1 de abril de 2011

Atrapa el pez dorado. David Lynch


David Lynch, Atrapa el pez dorado. Meditación, conciencia y creatividad, Editorial Mondadori, p. 14.

«En julio de 1973 acudí al centro de Meditación Trascendental de Los Ángeles y conocí a una instructora que me gustó. Se parecía a Doris Day. Y me enseñó una técnica. Me dio un mantra, que es un pensamiento-vibración-sonido. No se medita sobre su significado, pero es un pensamiento-vibración-sonido muy específico.

»La instructora me condujo a una salita para que meditara por primera vez. Me senté, cerré los ojos, empecé a entonar el mantra y fue como si estuviera en un ascensor y cortar el cable. ¡Bum! Caí en la dicha, en pura dicha. Y ahí me quedé. Luego la maestra me avisó: “Hora de salir; ya han pasado veinte minutos”. Yo exclamé: “¡¿Ya han pasado veinte minutos?!”. Y me mandó callar porque había más gente meditando. Me resultó una experiencia familiar, pero a la vez nueva y poderosa. Desde entonces opino que la palabra “única” debería reservarse para esta experiencia.

»Te conduce a un océano de conciencia pura, de conocimiento puro. Pero te resulta familiar, eres tú. Y al instante emerge una sensación de felicidad: no de felicidad bobalicona, sino de honda belleza.»

miércoles, 30 de marzo de 2011

La perra de Alejandría, P. Pedraza (2)

Pilar Pedraza, La perra de Alejandría, Ed. Valdemar, p. 88:

«El hecho de que Bárbaro fuera un buen alumno no impedía que estuviera en desacuerdo con las teorías de Melanta, especialmente las relativas a la importanica del cuerpo, porque para los cínicos el cuerpo constituía la única posesión del hombre, mientras que para los órficos lo importante era el alma. Melanta no pertenecía formalmente a ninguna secta ni escuela. Era pagana a la antigua usanza, aunque se sentía especialmente unida a Dioniso. Para ella, Dioniso Zagreo representaba la embriaguez espiritual del contacto con la divinidad. Su descuartizamiento a manos de los Titanes era un ardiente símbolo de la pasión y las amarguras del alma que tiende a lo sublime desde la cárcel del mundo. En la práctica, aquellas ideas tenían mucho que ver con el cristianismo, tal como lo entendía Bárbaro, sobre todo cuando Melanta se refería a la necesidad de despojarse del elemento terrestre, propio de los Titanes, en favor de la luz del Dios»

martes, 29 de marzo de 2011

La perra de Alejandría, Pilar Pedraza

Pilar Pedraza, La perra de Alejandría, Ed. Valdemar, pp. 47-49:

«Una vasija con miel se desbordó espontáneamente. Su ambarino contenido crecía, chorreaba, primero poco a poco, luego a borbotones y por último trabado y a la vez incontenible como lso ríos de lava de un volcán. Invadió la hierba formando un arroyo. Lo mismo ocurrió con los cántaros de vino y suero. Todo lo vivo crecía, todo lo líquido rebosaba y se derramaba, mezclándose en el suelo en vetas de colores frescos y aromas fragantes que enseguida se convertían en regueros de lodo pútrido. Aquella abundancia era terrible. Un cabrito sobrante, sacrificado y desollado, envuelto en hojas de viña y guardado en un zurrón, se puso a balar. Las mujeres no se atrevían a moverse, aterradas por los prodigios, y menos a abrir el zurrón para comprobar si el animal estaba vivo o muerto, sobre todo las que lo habían partido en pedazos. Los racimos de uvas que habían comido volvieron a llenarse de fruto. Esferas de oro y jade, pezones de rubí y carbúnculo, los henchidos de granos, al multiplicarse, se estorbaban unos a otros y parecían una masa de espuma creciendo en un hervor sin fin. De todos los prodigios ocurridos en el huerto ese día, éste fue el que más excitó la risa y la alegría sagrada de las mujeres, quer vieron en él una indudable manifestación del regocijo del dios.

Algunas salieron del recinto del huerto hacia el monte cercano. Bárbaro creyó que ian a dar un paseo, pero vio cómo se enredaba en su cuerpo algo que no era visible en sí sino en sus efectos, que las empujaba y las hacía correr. Lanzando agudos gritos que no expresaban placer ni dolor sino una súbita locura, desaparecieron entre los matorrales. De los melindres de las otras dedujo que ninguna quería llegar hasta aquel punto, pero le pareció que en el fondo envidiaban la fuerza con que el dios actuaba sobre las elegidas, a quienes las otras llamaban "panteras".

Melante, que se había sofocado, se sentó con la espalda contra el tronco de un árbol tapizado de hiedra, a la sombra. Su pecho subía y bajaba con un ligero jadeo. Aunque, a juzgar por su edad, seguramente ya no menstruaba, en aquel momento su cuerpo se convirtió en una fuente de sangre que empapó sus muslos y corrió viscosa por sus piernas hasta confundirse con las tiras de cuero teñido de púrprua de las sandalias. Su servidora Tánata y algunas mujeres trataron de auxiliarla, pero nada podía detener la hemorragia. La sangre, como el contenido de las vasijas, fluía de ella incontenible, empapando paños y los blancos manteles.

Cuando parecía que se iba a desangrar y que sin duda moriría, una anciana llamda Eulalia, iniciada en los misterios hasta el último grado, dijo que la dejaran tumbada sobre la hierba y le dieran un poco de vino puro: aquello no tenía remedio pero tampoco era peligroso y remitiría por sí mismo, y añadió que no la compadecieran, porque era la pantera más feliz de la jornada»

domingo, 20 de marzo de 2011

Lo siniestro (3)

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 125-126 (fragmento de El hombre de arena, de E.T.A. Hoffmann):

»Nataniel, que había quedado solo en la galería, la recorría en todos sentidos, dando saltos y gritando: “Gira, gira círculo de fuego! ¡Gira!”. La multitud se había reunido, atraída por sus gritos, y entre la gente se veía a Coppelius que sobrepasaba a sus vecinos por su altura extraordinaria. Alguien propuso subir a la torre para apoderarse del insensato; pero Coppelius dijo sonriendo: “Esperad un poco; ya bajará solo”, y siguió mirando hacia arriba como los demás. Nataniel de pronto se detuvo y permaneció inmóvil. Miró hacia abajo y, distinguiendo a Coppelius, exclamó con voz penetrante: “¡Ah, hermosos ojos! ¡Bellos ojos!”, y se arrojó por encima de la barandilla del balcón. Cuando Nataniel quedó tendido sobre el pavimento, con la cabeza rota, Coppelius desapareció»

sábado, 19 de marzo de 2011

Lo siniestro (2)

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 77-80 (fragmento de El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann):
«Viendo a Coppelius comprendí sin la menor duda de que él y no otro tenía que ser el Hombre de la Arena pero el Hombre de la Arena no era ya en mi pensamiento el ogro del cuento de la vieja criada, que se llevaba a los niños a la luna para que sirvan de juguete a sus hijos de pico de búho. ¡No! Era más bien una odiosa y fantástica critatura que, donde quiera que fuese llevaba consigo el pesar, el tormento y la necesidad, y que ocasionaba males positivos, males duraderos.
»Yo estaba como hechizado; mi cabeza continuaba asomada por entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y duramente castigado. Mi padre recibió solemnemente a Coppelius.
»–¡Vamos, al trabajo! –exclamó éste con voz sorda, quitándose la levita.
»Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y ambos se pusieron largos vestidos negros. No pude ver de dónde los sacaraon.
»Mi padre abrió en seguida la puerta de un armario, y vi que ocultaba un nicho profundo en el que había un hornillo. Coppelius se acercó y del hogar se elevó una llama azul. Ante aquella claridad apareció una multitud de extrañas herramientas y utensilios. Pero ¡Dios mío! ¡qué horrible metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y mal contenido parecía haber transformado la expresión honrada y leal de su fisonomía que había tomado una expresión satánica. ¡Se parecía a Coppelius!...
»Este blandía un par de pinzas incandescentes y atizaba los ardientes carbones del hornillo. Yo creía ver en torno caras humanas pero sin ojos: cavidades negras, profundas y manchadas ocupaban el lugar de éstos.
»–¡Ojos, ojos! –exclamó de pronto Coppelius con voz sorda y amenazadora.
»Yo me estremecí y caí al suelo, anonadado por un horror espantoso.
»Coppelius me cogió en sus brazos.
»–¡Un animalito, un animalito! –dijo rechinando los dientes de una manera horrible.
»Y diciendo esto me arrojó contra el hornillo cuyas llamas comenzaron a chamuscar mis cabellos.
»–Ahora –exclamó–, ahora tenemos ojos, ojos, un lindo par de ojos de niño.
»Y tomó con las manos un puñado de carbón encendido, que se disponía a arrojarme al rostro, cuando mi padre le gritó con las manos juntas:
»–¡Maestro, maestro, déjale los ojos a mi Nataniel!...
»Coppelius se echó a reír estruendosamente.
»–Que el niño conserve los ojos, pues, y para que haga penitencia en el mundo; pero, ya que está aquí, vamos a observar atentamente el mecanismo de los pies y de las manos.
»Sus dedos cayeron entonces tan pesadamente sobre mí que todas las coyunturas de mis miembros crujieron; me hizo girar las manos, luego los pies; de un modo, de otro.
»–¡Esto no marcha bien! ¡Estaba bien como estaba! ¡El viejo de allá arriba lo ha comprendido perfectamente!...
»Así murmuraba Coppelius haciéndome mover; pero bien pronto todo se puso confuso y sombrío a mí alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser… ya no sentí nada más»

viernes, 18 de marzo de 2011

Lo siniestro

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 72-73 (fragmento de El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann):
«Lleno de curiosidad, impaciente por cerciorarme de la existencia de aquel hombre, pregunté –por fin a la vieja criada que cuidaba de mi hermanita menor quién era aquel personaje [l’home de sorra]
»–¡Ah, quieridito! –me contestó–, ¿no lo sabes? El Hombre de la Arena es un hombre malo que va a buscar a los niños cuando no quieren acostarse y les echa arena a los ojos hasta hacerlos llorar sangre. Después los mete en una bolsa y se los lleva a la luna para que jueguen sus hijitos que tienen picos torcidos como los búhos y que les pican los ojos hasta que los matan.
»Desde entonces, la imagen del Hombre de la Arena se grabó en mi espíritu de una manera horrible y por la noche, cuando los peldaños crujían bajo sus pasos, temblaba de ansiedad y de espanto; mi madre no podía entonces arrancarme más que estas palabras sofocadas por el llanto:
»–¡El Homnre de la Arena! ¡El hombre de la Arena!
»En seguida escapaba a mi cuarto y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.»

domingo, 27 de febrero de 2011

El Arquitecto y el Emperador de Asiria, F. Arrabal


Fernando Arrabal, El cementerio de automóviles / El Arquitecto y el Emperador de Asiria, Ed. Cátedra, pp. 165-166:
«ARQUITECTO.-¿Apago?

EMPERADOR.-Haz lo que quieras.

ARQUITECTO.-Lo-lo-mil-lolooo-looo. (El cielo se oscurece ante las palabras del ARQUITECTO y llega la noche. Oscuridad total.)

VOZ DEL EMPERADOR EN LA OSCURIDAD.-¡Otra vez con tus bromas! Estoy harto... Haz que vuelva el día, que vuelva la luz. Aún no me he levado los dientes.

VOZ DEL ARQUITECTO.-Pero me habías dicho que hiciera lo que quisiera.

VOZ DEL EMPERADOR.-Todo lo que quieras, salvo que hagas la noche.

VOZ DEL ARQUITECTO.-Ya voy, hombre.

VOZ DEL EMPERADOR.-¡De prisa!

VOZ DEL ARQUITECTO.-¡Mi-ti-rrii-tiii! (Vuelve el día con la misma facilidad que se fue.)

EMPERADOR.-No me vuelvas a dar estos sustos.

ARQUITECTO.-Creí que querías dormir.

EMPERADOR.-No te metas tú en eso. Bastantes cosas tenemos que llevar nosotros mismos. Deja que la naturaleza se encargue del sol, de la luna.

ARQUITECTO.-¿Me enseñas por fin la filosofía?

EMPERADOR.-¿La filosofía? ¿Yo? (Sublime.) La filosofía... ¡Qué maravilla! Un día te enseñaré esa extraordinaria conquista humana. Ese invento maravilloso de la civilización. (Inquieto.) Dime, pero ¿cómo haces eso de hacer de noche y el día)

ARQUITECTO.-Pues nada, es muy sencillo. Ni sé cómo lo hago.

EMPERADOR.-¿Y esas palabras que mascullas...?

ARQUITECTO.-Las digo porque sí. Pero también la noche puede llegar sin esas palabras... Basta con que lo desee.»

viernes, 11 de febrero de 2011

Guerra y guerra, L. Krasznahorkai (4)

Lászlo Krasznahorkai, Guerra y guerra, Ed. Acantilado, pp. 138-139:
«(...) ese lugar era ante la totalidad de la naturaleza, como ante algo cuya esencia no comprendíamos, aunque sabíamos que nos afectaba, sólo emocionarse y estremecerse, continuó Kasser, esa situación excepcional de poder valorar la belleza radiante en su totalidad, si bien la valoración consistía tan sólo en maravillarse desconcertado de la belleza, pues aquello era hermoso, dijo Kasser señalando el lejano horizonte marino allá abajo, hermosas eran las ininterrumpida infinitu del oleaje y la luz nocturna reflejada en la espuma, hermosas las montañas a sus espaldas y también, más allá, las tierras bajas, los ríos y los bosques, hermoso e inconmensurablemente rico, explicó Kasser, pues había que añadirlas necesariamente, la inconmensurabilidad y la riqueza, porque si uno repasaba sus pensamientos al reflexionar sobre la natura, siempre acababa recalando en la inconmensurabilidad y en la riqueza, y eso que tan sólo se refería a los miles de millones de participantes, no a los miles de millones de mecanismos y submecanismos (...)»

miércoles, 9 de febrero de 2011

Guerra y guerra, L. Krasznahorkai (3)

László Krasznahorkai, Guerra y guerra, Ed. Acantilado, pp. 132-133:
«(...) y enseguida se presentó el alba, que con los primeros rayos del sol encontró a los cuatro ya fuera, delante de la casa, agachados todos sobre la hierba junto a una de las higueras, observando el anuncio todavía velado de la luz, mirando la salida del sol en el lado oriental de la bahía, pues todos coincidían en que pocas cosas había más bellas en la Tierra que la salida del sol, que la aurora, dijo Kasser, ese ascenso maravilloso, esa repetición portentosa del nacimiento de la luz, esa celebración derrochadora del retorno de la vista, de los perfiles y de la nitidez, esa fiesta de todo retorno y del retorno de la propia plenitud, agregó Falke, el momento de la seguridad, de la regularidad y del orden, el nacimiento y la ceremonia central del nacer, a buen seguro que no había nada más hermoso, se sumó Kasser, y todavía no habían dicho nada sobre cuanto ocurría en un hombre que veía todo eso, que se convertía en testigo silencioso de tal hechizo, sí, dijo Falke, pues si bien indicaba una dirección contraria que la puesta, la aurora, con su sobra claridad, era comienzo y partida, fuente de energía benéfica, al igual que la primera, pero también manantial de la confianza, señaló Kasser, pues cada mañana implicaba una confianza absoluta, y cuántas cosas más, añadió Falke (...)»

martes, 8 de febrero de 2011

Guerra y guerra, L. Krasznahorkai (2)

László Krasznahorkai, Guerra y guerra, Ed. Acantilado, pp. 57-58:
«(...) eso es lo que le enseñó Hermes, el dios de los caminos nocturnos, el dios de la nocturnidad, de la noche cuyo poder, en presencia de Hermes, se extiende inmediatamente también al día, pues tan pronto como se presenta en un lugar, enseguida transforma el mundo humano, dejando en apariencia que el día sea día, reconociendo en apariencia el poder de sus compañeros olímpicos, permitiendo que todo transcurra, en apariencia, según los planes de Zeus, mientras que Hermes susurra a sus súbditos que esto no es del todo así, y los introduce entonces en la noche, les enseña el caos increíblemente complejo de los caminos, los enfrenta a lo repentino, lo inesperado, lo imprevisible y lo casual, con las difusas ventajas del riesgo y de la propiedad, de la muerte y de la sexualidad, en una palabra, expulsa a sus súbditos de la claridad de Zeus y los inicia en la oscuridad hermética (...)»

lunes, 7 de febrero de 2011

Guerra y guerra, L. Krasznahorkai

László Krasznahorkai, Guerra y guerra, Ed. Acantilado, p. 57:

«(...) lo cierto era que ocurrió, que se enteró de la existencia de Hermes, tal vez por el homno de Homero, tal vez por Kerényi, tal vez por el maravilloso Graves, quién sabía por cuál de ellos, dijo Korin, y ésa fue si se le permitía expresarlo así, la fase iniciática, a la que de inmediato siguió otra, la de la profundización, en la cual leyó única y exclusivamente la grandiosa e insuperable obra de Walter F. Otto, Die Götter Griechenlands (Los dioses de Grecia), concretamente el capítulo correspondiente en la traducción húngara, ¡qué quedó hecha jirones!, y a partir de ese momento la inquietud irrumpió en su vida, a partir de entonces las vio de otra manera, las cosas cambiaron (...)»

jueves, 13 de enero de 2011

Calle de dirección única, Walter Benjamin

Walter Benjamin, «Calle de dirección única», en Obras, libro IV, vol. 1, Ed. Abada, p. 58:
«Aquel que contempla la salida del Sol despierto y vestido (durante el curso de una excursión, por ejemplo) conserva durante el día frente a todos la gloria del que ha sido invisiblemente coronado. Y aquel que haya visto la salida del Sol mientras trabaja se siente a mediodía como si él, por sí mismo, se hubiera puesto la corona»

viernes, 7 de enero de 2011

México y Viaje al país de los tarahumaras, A. Artaud


Artaud A., México y Viaje al país de los tarahumaras, Ed. Fondo de cultura económica, p. 55:
«[Artaud] Constata el caótico fluir de ideas y doctrinas en México, que demuestra para él un dinamismo revolucionario, pero lo que crítica es que ese dinamismo no esté encaminado o se concentre en la fuerza de lo primitivo que conduce a un reencuentro con el mito, centro prístino de la verdad. Alcanzar el mito es la revolución y no plantear las necesidades inmediatas del hombre»