sábado, 19 de marzo de 2011

Lo siniestro (2)

Sigmund Freud, Lo siniestro, Ed. López Crespo, pp 77-80 (fragmento de El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann):
«Viendo a Coppelius comprendí sin la menor duda de que él y no otro tenía que ser el Hombre de la Arena pero el Hombre de la Arena no era ya en mi pensamiento el ogro del cuento de la vieja criada, que se llevaba a los niños a la luna para que sirvan de juguete a sus hijos de pico de búho. ¡No! Era más bien una odiosa y fantástica critatura que, donde quiera que fuese llevaba consigo el pesar, el tormento y la necesidad, y que ocasionaba males positivos, males duraderos.
»Yo estaba como hechizado; mi cabeza continuaba asomada por entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y duramente castigado. Mi padre recibió solemnemente a Coppelius.
»–¡Vamos, al trabajo! –exclamó éste con voz sorda, quitándose la levita.
»Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y ambos se pusieron largos vestidos negros. No pude ver de dónde los sacaraon.
»Mi padre abrió en seguida la puerta de un armario, y vi que ocultaba un nicho profundo en el que había un hornillo. Coppelius se acercó y del hogar se elevó una llama azul. Ante aquella claridad apareció una multitud de extrañas herramientas y utensilios. Pero ¡Dios mío! ¡qué horrible metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y mal contenido parecía haber transformado la expresión honrada y leal de su fisonomía que había tomado una expresión satánica. ¡Se parecía a Coppelius!...
»Este blandía un par de pinzas incandescentes y atizaba los ardientes carbones del hornillo. Yo creía ver en torno caras humanas pero sin ojos: cavidades negras, profundas y manchadas ocupaban el lugar de éstos.
»–¡Ojos, ojos! –exclamó de pronto Coppelius con voz sorda y amenazadora.
»Yo me estremecí y caí al suelo, anonadado por un horror espantoso.
»Coppelius me cogió en sus brazos.
»–¡Un animalito, un animalito! –dijo rechinando los dientes de una manera horrible.
»Y diciendo esto me arrojó contra el hornillo cuyas llamas comenzaron a chamuscar mis cabellos.
»–Ahora –exclamó–, ahora tenemos ojos, ojos, un lindo par de ojos de niño.
»Y tomó con las manos un puñado de carbón encendido, que se disponía a arrojarme al rostro, cuando mi padre le gritó con las manos juntas:
»–¡Maestro, maestro, déjale los ojos a mi Nataniel!...
»Coppelius se echó a reír estruendosamente.
»–Que el niño conserve los ojos, pues, y para que haga penitencia en el mundo; pero, ya que está aquí, vamos a observar atentamente el mecanismo de los pies y de las manos.
»Sus dedos cayeron entonces tan pesadamente sobre mí que todas las coyunturas de mis miembros crujieron; me hizo girar las manos, luego los pies; de un modo, de otro.
»–¡Esto no marcha bien! ¡Estaba bien como estaba! ¡El viejo de allá arriba lo ha comprendido perfectamente!...
»Así murmuraba Coppelius haciéndome mover; pero bien pronto todo se puso confuso y sombrío a mí alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser… ya no sentí nada más»

No hay comentarios:

Publicar un comentario