Pilar Pedraza,
La perra de Alejandría, Ed. Valdemar, pp. 47-49:
«Una vasija con miel se desbordó espontáneamente. Su ambarino contenido crecía, chorreaba, primero poco a poco, luego a borbotones y por último trabado y a la vez incontenible como lso ríos de lava de un volcán. Invadió la hierba formando un arroyo. Lo mismo ocurrió con los cántaros de vino y suero. Todo lo vivo crecía, todo lo líquido rebosaba y se derramaba, mezclándose en el suelo en vetas de colores frescos y aromas fragantes que enseguida se convertían en regueros de lodo pútrido. Aquella abundancia era terrible. Un cabrito sobrante, sacrificado y desollado, envuelto en hojas de viña y guardado en un zurrón, se puso a balar. Las mujeres no se atrevían a moverse, aterradas por los prodigios, y menos a abrir el zurrón para comprobar si el animal estaba vivo o muerto, sobre todo las que lo habían partido en pedazos. Los racimos de uvas que habían comido volvieron a llenarse de fruto. Esferas de oro y jade, pezones de rubí y carbúnculo, los henchidos de granos, al multiplicarse, se estorbaban unos a otros y parecían una masa de espuma creciendo en un hervor sin fin. De todos los prodigios ocurridos en el huerto ese día, éste fue el que más excitó la risa y la alegría sagrada de las mujeres, quer vieron en él una indudable manifestación del regocijo del dios.
Algunas salieron del recinto del huerto hacia el monte cercano. Bárbaro creyó que ian a dar un paseo, pero vio cómo se enredaba en su cuerpo algo que no era visible en sí sino en sus efectos, que las empujaba y las hacía correr. Lanzando agudos gritos que no expresaban placer ni dolor sino una súbita locura, desaparecieron entre los matorrales. De los melindres de las otras dedujo que ninguna quería llegar hasta aquel punto, pero le pareció que en el fondo envidiaban la fuerza con que el dios actuaba sobre las elegidas, a quienes las otras llamaban "panteras".
Melante, que se había sofocado, se sentó con la espalda contra el tronco de un árbol tapizado de hiedra, a la sombra. Su pecho subía y bajaba con un ligero jadeo. Aunque, a juzgar por su edad, seguramente ya no menstruaba, en aquel momento su cuerpo se convirtió en una fuente de sangre que empapó sus muslos y corrió viscosa por sus piernas hasta confundirse con las tiras de cuero teñido de púrprua de las sandalias. Su servidora Tánata y algunas mujeres trataron de auxiliarla, pero nada podía detener la hemorragia. La sangre, como el contenido de las vasijas, fluía de ella incontenible, empapando paños y los blancos manteles.
Cuando parecía que se iba a desangrar y que sin duda moriría, una anciana llamda Eulalia, iniciada en los misterios hasta el último grado, dijo que la dejaran tumbada sobre la hierba y le dieran un poco de vino puro: aquello no tenía remedio pero tampoco era peligroso y remitiría por sí mismo, y añadió que no la compadecieran, porque era la pantera más feliz de la jornada»